Después de casi dos meses retomo este parto. Si sirve de excusa, no he estado quieto ningún día, pero para estar aquí me gusta hacerlo con tiempo, sin agobios y buen humor. Ya pasadas las Navidades, esas «fiestas entrañables» que creo que se llaman así porque te revuelven las entrañas, ocupaciones con la Asociación de Institutos Históricos y otros entretenimientos familiares y domésticos, hoy no parece mal día para seguir.
Pues volví al P. Suárez por concurso de traslados, y eso que fue arriesgado, porque sólo pedí esa plaza y ya había mucho «autocandidato» que se la había adjudicado. Le saqué más de quince puntos.
Digo, que volví y con la idea de retomar aspectos que antes dejé en el aire. En especial los personales con muchos de mis antiguos compañeros de los que ya he hablado en otras entradas.
Como me interesaban cosas de las que habían ocurrido en el tiempo, ahora indagué en fuentes de lo más elocuentes. ¿Cómo olvidar a Juan Jiménez Pérez?, Si, el Tacones, el de Política de tantos años. Creo que al respecto no fue bien valorado o interpretado; a mi parecer de facha tenía más bien poco. Era uno de esos falangistas utópicos que se adaptó a la democracia sin grandes esfuerzos ya que era bastante demócrata y muy buena persona; tengo motivos para decirlo. Ahí va una foto histórica:
Juan Jiménez en el centro con una gabardina propia de la época. Estadio de la Juventud, años 50.
El otro profesor de Política, Pedro, era igualmente una buena persona, lo malo es que no encuentro ninguna imagen.
Tampoco encuentro imagen de Pepe Maldonado, máximo representante de los conserjes y bedeles; y mira que me llevaba bien con ellos, con Jiménez, con De la Torre y en especial con Pepe Blanco Ropero. Maldonado era un personaje y aunque mal interpretado a veces, era uno de los pilares del Instituto. Así lo entendió Don Rafael Martínez Aguirre que le dio confianza y poderes para muchas cosas, desde las ordinarias de conserjería, hasta casi de secretario. No era raro que algunos le tuvieran celos. La verdad es que lo tengo muy gratamente en mi memoria.
Lo de Pepe Blanco (José Blanco Ropero) es otro capítulo. Conocido como «el manitas», era el «maniero» del Instituto, lo mismo arreglaba una cerradura que un grifo, pintaba una pizarra que arreglaba una puerta o treinta enchufes. Siempre con el cigarro en la boca, vestido con un mono, arrastrando sus alpargatas y con la boina. En sus ratos libres se dedicaba a ¡¡¡hacer coches de caballos!!!, simpático como él solo y buena persona para que decir. Pepe el manitas y Pepe Maldonado sabían la historia del Suárez como nadie; por eso torcían la mueca con sonrisa irónica cuando alguien hacía determinados comentarios.
La foto me la han proporcionado sus hijos. No es muy buena pero si definitiva. Pepe Blanco con una de sus construcciones, un coche tipo «araña» por los que tenía predilección. Gracias a ambos Pepes.
Pues continuaré con otra entrada dedicada a los alumnos, que siempre han sido para mi lo más importante, y advierto que pienso dejar esta línea autobiográfica del blog para pasar a otras que no saturen con el aburrimiento de relatar pasos académicos.
Prefiero las cuestiones surrealistas como la que avanza esta última imagen más en mi línea, ya sabemos, con seriedad pero sin severidad:
Luis, cada uno tiene derecho a contar la historia desde su propia perspectiva. Una perspectiva, sin duda, ligada a las vivencias personales.
Quizás tu experiencia con "El Tacones", Juan Jiménez Pérez, fue positiva. ¿Fue eso así con todos?
Permíteme que cuente mi vivencia, la que me marcó a mí.
Una tarde, en la primera sesión después de la comida, esperábamos la llegada del Tacones, que solía retrasarse entre 10 y 15 minutos. Al principio había un silencio sepulcral, porque se temía su llegada, que podría ser repentina y devastadora como una tempestad. Pero, a los quince o dieciséis años, la incontenible vitalidad de la juventud arrincona el miedo, o lo aparta a un lado.
Esa tarde, como todas, empezó a armarse el jaleo previo a su venida, indefectiblemente anunciada por el rítmico taconeo. El jaleo hubiese acabado al percibirse los primeros pasos de don Juan en las baldosas del pasillo del sótano. Yo tuve el infortunio de recibir, en medio del guirigay, un puñetazo en la espalda. Y di un grito que se fue a enredar entre unos tacones ya demasiado cercanos.
Entró, se sentó en la mesa, nos miró. No fue una mirada especial.
-¿Quién ha sido?
…No sean cobardes, no va a pasar nada. Sólo quiero ver su sinceridad… y su valor. Admiro a la gente valiente.
-Yo he sido, don Juan- Y lo dije con confianza, con serenidad, pensando que él era una buena persona, un demócrata, aunque yo no sabía, lógicamente entonces, lo que era ese concepto.
-¿Y por qué?
-Porque me han dado un puñetazo en la espalda, don Juan.
-¿Y quién le ha dado el puñetazo a este individuo?- su voz empezaba a adquirir la intensidad y la tonalidad propias del enfado… o del cabreo.
Manolo Vega se levantó:
-Yo, don Juan.
-¿Y por qué?- en la clase se levantaba un murmullo que, poco a poco, se transformaba en risitas pequeñas.
-Porque me han quitado los libros…
-¿Y quién -ahora su voz era un trueno- le ha quitado los libros?
Manolo Murillo, asustado e indeciso:
-Yo… -y la clase estalló en una carcajada prolongada y estúpida. Y yo, que, como los demás que habían intervenido, estaba de pie, comencé estúpidamente a sonreír. Y allí se desató el huracán.
-¿De qué te ríes tú, degenerado?
-De nada, don Juan…
-¡Coge tus libros y lárgate! Que tu padre venga a hablar conmigo. Mientras, no vuelvas a clase.
Yo le temía a mi padre aún más que a don Juan, si es que eso puede ser posible. Mis luces se apagaron y mi desesperación me impulsó a un último desvarío:
-Mi padre… no puede venir… vive en un pueblo… Yo no he hecho nada, ¡esto es una injusticia!
Nunca oí un trueno mayor:
-¡¡¡Vete, degeneradooooo!!!! ¡¡¡Vete antes de que te patee!!!
Al salir, entre sus gritos, pude entender que iba a hacer que me expulsaran del instituto, del Padre Suárez.
Sólo el amparo que me dispensó la catedrática de griego, doña María Gracia Lazcano Guisasola, impidió mi expulsión. Eso y la hombría de bien del director don Rafael Martínez Aguirre.
No hablemos de demócratas ni de fachas. Admitamos que cada uno contamos la historia del lado en que nos tocó vivirla. Solo eso.
Era el otoño de 1971. Yo, José Antonio Ruiz Reina, tenía entonces 15 años…